Capa de ozono, Contaminación medio ambiental, basura en todos lados, ríos de plástico, aguas contaminadas, vertidos de petróleo, deforestación, basura electrónica… guerras… Hace miles de años que el planeta tierra soporta todo, estoicamente. Todo lo peor que le pudo haber pasado, y más… casi siempre de la mano del ser humano, siempre dispuesto desde su egoísmo a dañar todo a su alcance.
Miles de ONG, muchas campañas de concientización en todo el mundo, reuniones, discursos de líderes políticos y sociales, nada parece ser suficiente para hacernos comprender hacia dónde vamos, cual el perjuicio inconmensurable hacia nuestra querida (única) tierra.
Y como esos pulmones de un fumador compulsivo que ruegan un respiro al menos por unos días, semanas, meses ojalá, que le permitan oxígeno indispensable, alguna esperanza de vida más allá de lo que dicte la enfermedad, un día del 2020 apareció el coronavirus. Una pandemia que aterra a la humanidad toda, que paraliza los corazones de cada uno de los 6000 millones de habitantes, que no distingue nada, ricos, pobres, jóvenes, ancianos, famosos, desconocidos, negros, blancos, judíos, nazis… nadie está a salvo. Y de pronto, como un efecto dominó, nadie queda en la calle, huyen despavoridos a sus casas, como único resguardo ante un enemigo invisible, pero letal. Que no se detiene, que es rápido para hacer daño. La misma velocidad con que nosotros supimos y pudimos dejar al planeta tierra en terapia intensiva, con pedido permanente de cama con respirador.
Y entonces un día el planeta tierra se despertó de su larga agonía de ensueño y al oído, sus mejores amigos el sol y la luna, le murmuraron las palabras mágicas: “no nos preguntes como ni por qué, pero hoy, un día de marzo, en todo el mundo no tuvimos ningún ataque de nuestros enemigos, parte de la humanidad”.
Distraída, mirando un solo objetivo que es nada menos que tratar de seguir vivos, ella, la humanidad, un día se olvidó de seguir destruyendo su casa.